CRUJIR DE DIENTES
Por Jorge H. Botero*
En otra ocasión señalé que en la negociación
del tratado de comercio con Estados Unidos hay factores positivos
que facilitan el proceso: el equipo negociador goza de credibilidad,
el Gobierno se encuentra unificado en torno a los objetivos que se
persiguen, se ha logrado una alta participación del Congreso,
existe identidad de criterios con los voceros del empresariado, se
han escuchado los anhelos y aprehensiones de las regiones. Pero también
que “hay llanto y crujir de dientes”.
No es bueno que la oposición a este acuerdo, clave para acelerar
el crecimiento económico, se convierta en bandera electoral. “No
a la reelección; no al TLC” es consigna que comienza
a escucharse. En realidad, ambos asuntos merecen ser decididos mediante
una discusión desapasionada sobre los pros y contras de cada
uno de ellos. Otra manifestación del mismo fenómeno
es la movilización de algunas comunidades indígenas
realizada semanas atrás por los partidos de izquierda. Por
supuesto, tienen todo el derecho a hacerlo, pero sus argumentos,
como se lee en los panfletos que en esa ocasión fueron usados,
carecen de veracidad. Como, por ejemplo, que se van a privatizar
rios y páramos, o que se va inundar el país con transgénicos. “Sí a
la vida; no al TLC” es un dilema que, si fuera válido,
tendría que ser resuelto eligiendo la vida.
Aunque no es tan notable como en otros países, en el nuestro
también se advierte un sentimiento anti yanqui que explica
por qué se levantan voces airadas contra la negociación
con Estados Unidos, pero que haya habido un silencio absoluto durante
las realizadas con Mercosur; y esto a pesar de que el grado de competencia
entre la economía nuestra y la de los países australes
es mayor que la existente frente a la Norteamericana, que, en buena
parte, complementa nuestras capacidades productivas. La razón
es obvia: Los gringos son “malos”; los vecinos australes “buenos”.
En los Estados Unidos tampoco el clima es
halagüeño.
La verdad es que el proteccionismo ahora reverdece en numerosos sectores
de ese país, que temen, con razón, que se pierdan empleos
en la industria liviana y en la provisión de ciertos servicios
en beneficio de socios comerciales de menor grado de desarrollo.
Lo cual ocurre, naturalmente, como contrapartida al auge en los mercados
externos de sus productos y servicios de alta tecnología. “Si
por aquí llueve, por allá no escampa”.
La reevaluación del peso, que obedece a complejos factores
domésticos e internacionales, deteriora la rentabilidad de
las exportaciones y la de quienes compiten con importaciones; en
casos extremos, ciertas empresas pueden arrojar pérdidas.
Estos fenómenos, en rigor nada tienen que ver con el TLC.
Pero explicárselo a quienes, iracundos o asustados, padecen
la reevaluación es cercano a lo imposible.
Hay un efecto perverso e inevitable. Como
pasa con frecuencia con las políticas de interés general, los beneficios resultantes
de la estrategia de apertura gradual y selectiva del aparato productivo
son inciertos: dependen, en parte, de una política macroeconómica
adecuada y de los progresos que en los años venideros logremos
en materia de competitividad. Tienen un carácter difuso en
el sentido de que inciden en la sociedad como tal, y más en
el futuro lejano que en el corto plazo. Y quienes se perciben como
ganadores callan como ostras. Por el contrario, los costos se perciben
con nitidez, parecen materializarse de inmediato y suelen afectar
a grupos de interés específicos dotados de elevada
capacidad de gestión en la arena pública. Por eso en
los medios de comunicación abundan las críticas y escasean
los respaldos.
La tarea por cumplir es ardua y apasionante.
*Ministro de Comercio, Industria y
Turismo