BACALAO
Por Jorge H. Botero
La teoría de las negociaciones prescribe: a) nada debe entregarse
gratis sino a cambio de algo; b) es imperativo maximizar la relación
costo-beneficio entre lo que se cede y lo que se recibe a cambio.
Con este fundamento, en la negociación con los Estados Unidos
se ha ofrecido la desgravación inmediata del trigo a cambio
del acceso preferencial al mercado norteamericano de productos en
los que Colombia cifra grandes expectativas: alcohol carburante,
frutas, hortalizas, tabaco, cigarrillos y flores.
En ejercicio del derecho elemental a ser
oído, quienes discrepan
de esta propuesta han levantado su voz y encontrado respaldo en algunos
dirigentes políticos; por el contrario, con unas pocas excepciones,
los ganadores potenciales guardan silencio. Toca, pues, asumir esta
causa y, como antaño se decía, “echarse el bacalao
a cuestas”.
La producción nacional de trigo no ha cesado de caer desde
1960 mientras que el consumo doméstico crece a tasas elevadas.
En la actualidad, se cosechan unas 40.000 toneladas, lo cual representa
algo así como el 3% de las necesidades del país. Esta
postración del cultivo sería, según tesis que
goza de cierta popularidad, resultado de una conjura imperialista
de los Estados Unidos que, durante algunos años, habría
regalado a los países pobres sus excedentes con el fin de
que, una vez colapsaran sus cultivos, podría vender caro el
grano en mercados cautivos.
Es una lástima que lo anterior, que suena bien, sea falso.
El mercado mundial de trigo no está dominado por los Estados
Unidos; tiene que competir duramente con otros proveedores, tales
como Canadá, Rusia y Argentina; las tendencias del precio,
como ocurre con la generalidad de los cereales, son hacia la baja.
Pero lo que para nosotros tiene mayor interés es que la caída
de la producción nacional se ha dado a pesar de que siempre
hemos tenido aranceles elevados; el 20% en promedio. Es obvio, entonces,
que no somos competitivos, como no lo es ningún país
tropical.
¿A quien beneficia, entonces, la desgravación del
trigo? En primer término, a los consumidores; pero no, como
resultaría cómodo afirmarlo, por la vía de una
reducción del costo del pan y la pasta dado que el arancel
del trigo no representa más del 4% del precio promedio. El
beneficio se da garantizando que los procesadores cuenten con el
trigo requerido para atender una demanda que aumenta con celeridad:
de 21.1 kilos per cápita año en 1991, a 27.1 en el
2003.
La importación de trigo, sin cuotas o arancel, fortalece,
de otro lado, una cadena productiva que genera unos 110.000 empleos
directos de los cuales menos del 10% están asociados al cultivo.
En último término, la desgravación de este cereal,
como parte de un “paquete de intercambio”, ayuda a que,
con una perspectiva de mediano plazo, Colombia desarrolle alternativas
productivas que tienen enorme potencial, tales como las que atrás
mencioné.
El problema, se dirá, consiste en la ruina inminente de los
productores de trigo, unas 5.200 familias que viven de su cultivo
en Nariño y Boyacá. El supuesto implícito de
esta afirmación es debatible: la existencia de una altísima
elasticidad de la demanda al arancel, de modo que si este se elimina
tendríamos una “avalancha” de importaciones. Pero,
aún si ella fuere cierta, la fórmula adecuada no puede
consistir en sacrificar el interés nacional en aras de defender,
cerrando o encareciendo las importaciones, los de una población
campesina que sigue, por razones culturales o agrológicas,
atada a un cultivo que carece de porvenir. Lo correcto es garantizarle
la compra de su cosecha y ayudarle a replantear su actividad productiva.
Es lo que se está haciendo.