CON PIES DE PLOMO
Por Jorge H.
Botero*
No es frecuente que a los funcionarios del
Estado se les publique con regularidad una columna. El “suscrito” ha gozado
de este privilegio durante buena parte del actual mandato presidencial.
He procurado ejercerlo para debatir temas de interés público
sin hacer propaganda a favor del Gobierno. Ahora, en plena campaña
electoral, se que estoy obligado a escribir con singular prudencia
para no ser acusado de violar la norma que me prohíbe intervenir
en la política partidista.
Pero como entiendo que lo anterior no impide
que emita opiniones sobre cuestiones políticas en la acepción amplia del
término; es decir sobre las que tienen que ver con la gestión
de los asuntos que conciernen a la sociedad, abordaré una
propuesta, formulada por un grupo de parlamentarios, para combatir
la pobreza. Se trataría de decretar una moratoria de la deuda
pública de la Nación con el fin de destinar los recursos
así liberados a programas focalizados en sectores deprimidos
de la comunidad, incluyendo, sin duda, subsidios directos.
La iniciativa suena bien. Si bien hay discrepancias
sobre la forma correcta de medir la pobreza, y así ella se haya reducido
en los últimos años, es incuestionable que algo así como
el 18% de la población total se encuentra en la miseria mientras
que más de la mitad padece de pobreza. De otro lado, sacudirnos
de la deuda generaría abundantes recursos fiscales: en el
2004 su atención comprometió el 79% de los ingresos
corrientes del Presupuesto Nacional. Con base en esta cifra es fácil
calcular el número de raciones alimenticias diarias que podrían
otorgarse, o de viviendas que sería posible construir cada
año, en beneficio, desde luego, de los que nada o poco tienen.
¿Por qué, pues, no parar en seco el taxímetro
de la deuda financiera y destinar ese dinero a pagar la “deuda
social”? Respóndalo usted, amable lector. Aquí tiene
algunos elementos de juicio.
De la deuda total, el 37.3% corresponde a
deuda externa mientras que el 63.7% está en poder de acreedores nacionales, los cuales,
por lo tanto, recibirían el mayor impacto. Conviene saber
quienes son estos últimos. Como lo aprendimos en la escuela
económica de Robin Hood, no es pecado robar a los ricos si
es para ayudar a los pobres. Los primeros indicios son alentadores;
más del 50% de los pasivos financieros internos a cargo de
la Nación se hallan en poder de instituciones financieras;
por ejemplo, bancos y fondos de pensiones. Parece claro, entonces,
que, en una proporción importante, debemos a los “ricos”,
que, además, lo son en un país que tiene una distribución
del ingreso y la riqueza muy inequitativos.
Lamento decir que, en el caso de los bancos,
sus inversiones en papeles emitidos por la Nación superan el monto de sus fondos
patrimoniales. De allí que la quiebra derivada de que no pudieran
recuperarlas dejaría en la inopia, tanto a sus dueños,
como a los depositantes, que somos todos, incluidos muchos pobres,
salvo que el Estado saliera a rescatar la banca. En tal caso podría
resultar “peor el remedio que la enfermedad”. En el caso
de los fondos de pensiones, el daño recaería en los
trabajadores que son los propietarios de la totalidad de los recursos.
Buena parte de ellos devengan bajos salarios y, por supuesto, son
pobres.
Detrás de propuestas como la que he examinado subyace la
idea de que el acervo de la riqueza social es estático, de
modo tal que para que unos mejoren su tajada otros tienen que perder
parte de la suya. Esto equivale a ignorar que el crecimiento económico
es el arma por excelencia para combatir la pobreza.
*Ministro de Comercio, Industria y Turismo
Diciembre 6 de 2005