LIBERALISMO DEMOCRÁTICO
Jorge H. Botero *
El liberalismo democrático, con todas sus limitaciones,
es la mejor forma de gobierno posible. Me refiero a aquella forma
de organización política en la cual, a través
de comicios periódicos y transparentes, las mayorías
escogen los gobernantes y a quienes, desde el Parlamento, han de
fiscalizar su tarea; donde el poder del Estado está rigurosamente
limitado por la regla del Estado de Derecho y, por ende, los individuos
gozan de derechos que nadie puede arrebatarles, ni siquiera invocando
el bien común; en la que el poder está limitado por
el principio de la separación de poderes.
Aludo a una sociedad en la que el ciudadano,
solo o como integrante de partidos políticos u otros organismos de agregación
de intereses, es el eje de la vida política. En un contexto
como este se sabe que el conflicto es inmanente a la vida social,
que las soluciones que se adopten para resolverlo son -siempre-
provisionales y disputables. Hablo de un Estado laico que protege
las distintas manifestaciones de la fe religiosa, que garantiza
la paz, la libertad en todas sus formas, incluida la esfera económica
a la que acompaña con una gestión que provee estabilidad
y crecimiento sostenible.
En América Latina esta forma de gobierno está claramente
consolidada en Chile. El pacto realizado entre las distintas fuerzas
políticas para competir por el poder una vez salido el país
de la dictadura, dio origen a un sólido sistema de partidos
que comparten las reglas del juego democrático. Los gobiernos
posteriores a la era Pinochet han logrado consolidar la democracia
y garantizado a Chile un lugar de preeminencia en América
Latina, cuyos indicadores sociales han sido obtenidos, por cierto,
en el contexto de una estrategia de internacionalización
de su economía. Pero más allá de las fronteras
del país austral, el liberalismo democrático se ha
visto amenazado por su perversión neo-liberal, la cual,
por fortuna, ha perdido toda legitimidad; y ahora, en unos países
más que en otros, por los populismos de nuevo cuño
que algunos sectores de la vieja izquierda impulsan con entusiasmo.
El Neoliberalismo, surgido en los ochentas
como reacción
de los excesos del intervencionismo estatal, el colapso generalizado
de las empresas públicas, el agotamiento del modelo de sustitución
de importaciones, incurrió, sin embargo, en graves errores:
otorgó al mercado una importancia desmesurada; minimizó el
papel del Estado como proveedor de bienes públicos esenciales,
entre ellos la regulación; y, lo que es más grave,
profesó un cierto desprecio por los valores de la democracia.
Esto último explica que hayan sido las dictaduras militares
del Cono Sur quienes dieron a los “Chicago Boys” amplio
respaldo para imponer su modelo.
La amenaza actual proviene de los teóricos del Neopopulismo
que no creen en la democracia representativa, sino en una supuesta
democracia de consenso bajo el liderazgo indisputable de un líder
carismático; tampoco en una sociedad libre, que permite
a los individuos cosechar el fruto de sus esfuerzos; por el contrario,
postulan una sociedad basada en los principios de solidaridad a
ultranza que condujeron a la Unión Soviética y a
sus satélites al colapso.
En último término, no creen en las leyes de la economía.
En esto siguen a pie juntillas las ideas de Perón, el non
plus ultra del populismo latinoamericano, quien en carta de 1953
escribía: “Déle al pueblo, especialmente a
los trabajadores, todo lo que sea posible. Cuando parezca que ya
les ha dado todo, déles más. …No hay nada más
elástico que la economía, a la que todos temen tanto
porque no la entienden”. Si estas tendencias prosperan en
la región, nuestros pueblos aprenderán dolorosamente
en los próximos años que esa elasticidad casi no
existe.
* Ministro de Comercio, Industria y Turismo
Junio 20 de 2006