APRETANDO EL PASO
Jorge H Botero*
La sola circunstancia de que la casi totalidad
de los estados hagan parte de la Organización Mundial de Comercio, a pesar
de enormes diferencias en modelos y niveles de desarrollo, demuestra
de manera inequívoca que la liberalización de los
flujos comerciales es aceptada como una vía adecuada para
lograr el crecimiento económico. Las cifras lo demuestran
con claridad: mientras que en 1980 las exportaciones representaban
el 19% del PIB mundial, hoy la proporción es del 30%; es
decir, como el comercio internacional crece más que el producto,
los países que tienen éxito exportador gozan de un
potencial de crecimiento mayor.
No es menos cierto que los países pobres y de desarrollo
intermedio están lejos de encontrarse satisfechos con las
negociaciones multilaterales realizadas hasta la fecha. Sus contrapartes
del mundo desarrollado han logrado estipular el desmantelamiento
de las restricciones al comercio de los bienes que les interesa
exportar -manufacturas y servicios que tienen un componente tecnológico
elevado- mientras practican un alto proteccionismo para su producción
agrícola, pecuaria y de manufactura liviana (textiles y
vestuario, fundamentalmente). Es así como sólo el
4% de las exportaciones de los países del “primer
mundo” reciben subsidios por parte de otro cualquiera de
los miembros de la OMC, al paso que el 30% de las exportaciones
de los países más pobres son atacadas por subsidios
en los mercados de destino. Muy difícil competir en estas
circunstancias.
De otro lado, se nos mantienen cerrados
los mercados para los servicios respecto de los cuales gozamos
de ventajas comparativas,
tales como los de carácter profesional, y se nos otorga
un tratamiento discriminatorio en la movilización internacional
de los factores de producción: amplio -lo cual está bien-
para el capital, pero harto restrictivo para el trabajo, el recurso
del que disponemos en abundancia.
Este generalizado ambiente de frustración condujo, en noviembre
de 2001, al lanzamiento en Doha, Qatar, de la que fue denominada
la “Ronda del Desarrollo”. En la declaración
respectiva, que según la muy difícil regla que practica
la OMC fue acordada por unanimidad, se sentaron los principios
que el grueso de los países miembros (que son pobres o de
desarrollo intermedio) consideran fundamentales: el reconocimiento
de que “el comercio internacional puede desempeñar
una función de importancia en la promoción del desarrollo
económico y el alivio de la pobreza”. La expresa mención
de la “… particular vulnerabilidad de los países
menos adelantados y las dificultades estructurales especiales con
que tropiezan en la economía mundial”; y, por lo tanto,
la necesidad de “…hacer frente a la marginación
de los países menos adelantados en el comercio internacional
y a mejorar su participación efectiva en el sistema multilateral
de comercio”.
Nada de esto ha acontecido, como lo prueban
los fracasos de las cumbres ministeriales de Cancún (2003) y Hong Kong (2005),
y lo acaba de ratificar el Secretario General, Pascal Lamy, la
semana pasada. La noticia constituye una tragedia humanitaria para
los países africanos productores de algodón –Benin,
Malí, Chad, Burkina Faso– que se encuentran entre
los más pobres del Planeta. Pero es mala también
para países que, como Argentina, Brasil y Colombia, son
exportadores netos de productos agropecuarios y de la industria
del vestuario.
Estas frustraciones, que difícilmente serán superadas
en el corto plazo, ratifican la validez de la estrategia consistente
en multiplicar los tratados para la liberalización del comercio,
como el ya perfeccionado con MERCOSUR; el inminente con los Estados
Unidos; la ampliación del acuerdo con México, para
incluir los productos del agro; el que se adelanta con tres países
centroamericanos; y los que abordaremos pronto con la Unión
Europea y Chile.
* Ministro de Comercio, Industria y Turismo
Agosto 01 de 2006