¿TRANSPARENCIA O SIGILO?
Por Jorge H. Botero*
Los valores propios del quehacer político se hallan en
conflicto. Por definición, la política se ocupa
del interés general el cual, dice la Constitución,
debe prevalecer sobre el privado; pero también dice que
existen unos derechos inalienables -absolutos- que no pueden
ser transgredidos. No se permite torturar a un terrorista confeso
con el fin de constreñirlo a que revele donde se encuentra
una bomba que dentro de una hora explotará causando cientos
de muertes. La libertad, que, en términos llanos, consiste
en hacer lo que nos venga en gana, se opone a las regulaciones
necesarias para que la vida en común sea posible. La búsqueda
de la justicia social con frecuencia exige restringir la capacidad
de acción de los más capaces y mejor dotados de
recursos.
La realización de negociaciones internacionales de comercio,
como las que ahora se adelantan con los Estados Unidos, nos coloca
frente a este mismo tipo de dilemas. Por tratarse de un asunto
de interés público, que habrá de producir
efectos profundos durante un largo plazo, es obvio que a todos
nos asiste el derecho, dentro de una sociedad participativa como
la que la Constitución postula, a conocer porqué,
para qué, quiénes y cómo adelantan las negociaciones.
Pero, al mismo tiempo, sería contraproducente que existiera
la obligación de divulgar elementos estratégicos
de las conversaciones en curso.
Pasa con esto lo mismo que con el fútbol. Muchos aficionados
quisieran saber, y usualmente saben, cuanto costó el pase
de un determinado jugador y a quienes se quiere contratar para
la siguiente temporada. Pero el técnico mantendrá en
riguroso secreto la formación y el planteamiento táctico
que utilizará el próximo domingo. Por razones semejantes
la Constitución prohíbe al Congreso “Exigir
al Gobierno información sobre instrucciones en materia
diplomática o sobre negociaciones de carácter reservado”.
Desde luego, lo que está vedado al Congreso, cuyos integrantes
son funcionarios públicos y deben velar por el bien común,
también lo está para el ciudadano raso y para cualquiera
otra autoridad. No obstante, la regla general debe ser el acceso
público a los fines, medios y acontecimientos que rodean
las negociaciones.
En el otro extremo se encuentra la dimensión reservada
cuyos elementos son: a) el piso de la negociación en cada
una de sus áreas; si la contraparte supiera nuestras pretensiones
mínimas, obtenerlas podría resultar muy costoso;
b) la ponderación -el peso específico- que asignamos
a los distintos asuntos; si quien está al otro lado de
la mesa tuviera este conocimiento se tornaría difícil
el ejercicio de entregar lo que valoramos poco a cambio de aquello
que consideramos crucial; c) los materiales que la contraparte
entregue bajo reserva de confidencialidad; cualquier revelación
al respecto implicaría romper el principio de la buena
fe precontractual y causaría enorme lesión a la
confianza recíproca que es un ingrediente indispensable
para el éxito de la negociación.
Existe, además, una categoría intermedia: ciertos
asuntos, que en principio son reservados, pueden ser revelados
a determinadas personas en virtud de un compromiso de confidencialidad. ¿A
quiénes? Sin duda, a los miembros del Congreso toda vez
que a ellos corresponde aprobar o no los tratados que el Gobierno
celebre (para juzgar la calidad de la tela ayuda conocer el proceso
de manufactura) y a expertos en ciertas disciplinas con cuyo
concurso sea útil contar. Por último, a quienes
demuestren representar intereses colectivos: los gremios de la
producción o el trabajo, por ejemplo, deben tener acceso
al estado de la negociación en su respectivo sector.
Se necesita, pues, transparencia pero también sigilo.
Creo que la formula aquí expuesta es la adecuada.
*Ministro de Comercio, Industria y Turismo