MATER ET MAGISTRA
Por Jorge H. Botero*
No resulta fácil el diálogo con la Iglesia Católica
en materias económicas. Ella se ocupa de los fines de la vida,
en tanto que a la economía sólo importan los medios: cómo
lograr que crezca la producción, el empleo y el consumo, al margen
de lo que cada uno de nosotros haga con su vida personal. Esta relación
ha sido siempre tensa. Lo demuestra la condenación del préstamo
de dinero con interés realizada por Santo Tomás de Aquino,
o los duros reproches de San Francisco de Asís a uno de sus monjes
al que descubrió portando dinero, el tanta veces calificado por
la Iglesia como “estiércol del demonio”.
Distancias comprensibles desde
la óptica de un cristianismo radical.
Mientras en la relación con nuestros semejantes el mandato eclesial
consiste en un comportamiento inspirado en el bien común y la
solidaridad entre hermanos, la economía, en su versión
capitalista predominante, postula, así sea con matices y modulaciones,
que los agentes económicos, cuando persiguen la satisfacción
egoísta de sus intereses, contribuyen al bienestar colectivo.
Se trata de la célebre y vilipendiada acción de la “mano
invisible” del mercado.
Mas ese diálogo es indispensable. La Iglesia, que es para tantos
en este continente “Mater et Magistra”, tiene considerable
influencia en los asuntos terrenales, los que precisamente constituyen
el ámbito de la acción política. Por eso resulta
encomiable que los obispos de la región hayan realizado en estos
días un encuentro en Brasil para discutir “Los tratados
de libre comercio y sus efectos sobre los Pueblos”, y que hayan
querido escuchar las voces de los gobiernos que están embarcados
en esos procesos.
Algunos de los documentos eclesiásticos son tan extraños
a la lógica económica que resulta imposible el debate.
En uno de ellos se lee: “Proclamamos con vehemencia que, entre
el dinero y la persona, optamos por la persona, aunque eso signifique
un posible retraso del progreso económico”. Desconcertante
afirmación. No tiene sentido el dilema entre pecunia y persona
porque no hay que optar entre una y otra. La eventual postergación
del progreso en aras de la precedencia axiológica de aquella,
omite que son los seres humanos los destinatarios únicos del desarrollo
económico, y que este es la vía para superar la pobreza
y la desigualdad, las dos grandes lacras que padecen América Latina
y el Caribe.
No creo que la seguridad alimentaría consista en la producción
dentro de cada país de los alimentos que consume, sino la garantía
de acceso de la población a los alimentos requeridos, sea cual
fuere el lugar donde se cultiven. Los países pobres del África
Ecuatorial hacen bien en aprovechar sus ventajas competitivas en la producción
de algodón; les conviene que los países ricos no subsidien
a sus productores para que los precios de la fibra mejoren y puedan importar
los alimentos que necesitan. Sería absurdo que Uruguay dejara
de producir carne y lana para los mercados del mundo y dedicara parte
de sus escasas tierras a sembrar el azúcar que puede traer del
Brasil. Si la seguridad alimentaría fuera sinónimo de autarquía
productiva, Colombia no tendría mercados externos para el café y
el banano; ni Centroamérica se beneficiaría de la demanda
de caraotas por sus emigrantes a los Estados Unidos.
Sin embargo, tenemos múltiples coincidencias, tales como la preocupación
eclesiástica por la pobreza. Por eso cabe destacar que China,
India, España y Chile son países que han crecido gracias
a su dinámica inserción con el exterior; no es coincidencia
que tengan igualmente éxito en la reducción de la pobreza.
Tengo las pruebas pero apenas 600 palabras para esta columna.
*Ministro de Comercio, Industria y Turismo |