CUM GRANUS SALIS
Por Jorge H. Botero*
En tanto avanza la negociación del tratado de comercio
con los Estados Unidos se intensifican los debates sobre su conveniencia
y contenido. Es bueno que así sea; necesitamos elementos
de juicio sobre una estrategia de desarrollo que tendrá hondos
y perdurables efectos sobre la sociedad colombiana. Pero, infortunadamente,
hay ciertas discusiones en las que no se aporta claridad sino confusión.
Es lo que ha ocurrido, por ejemplo, con la cuestión farmacéutica.
Se ha dicho que tutelar la propiedad intelectual de los medicamentos
(que, dicho de paso, esta garantizada por la Constitución)
por fuerza se traduce en una pérdida de mercado para los
productos genéricos con grave daño para la salud
pública. Discutible afirmación. En Estados Unidos,
que concede elevada protección a los productos innovadores,
la participación de los genéricos en el mercado doméstico
es cercana al 50% y viene creciendo hace varios años. Esto
a pesar de que algunos sectores de la industria no escatiman esfuerzos
para divulgar la tesis según la cual los productos de marca
son de mayor calidad que los genéricos. Si esto fuera verdad
habría que admitir que las autoridades sanitarias, que deben
velar por la eficacia terapéutica de los medicinas, no cumplen
a cabalidad sus deberes. Pero es también falaz afirmar,
como desde la otra orilla se dice, que las drogas genéricas
son de menor precio. Eso puede ser cierto en ocasiones pero no
lo es por necesidad.
¿Cómo así? Muy sencillo. Las patentes implican
un privilegio de explotación temporal que sólo da
lugar a la formación de un monopolio a falta de un fármaco
alternativo no patentado. Y al revés: es factible que surja
una situación de monopolio con relación a un producto
genérico si quien lo introduce al mercado carece de competidores.
En este contexto conviene señalar, en contra de la creencia
generalizada, que carece de sentido comparar directamente los precios
de los medicamentos; lo que en verdad importa son los costos de
las alternativas terapéuticas. La droga puede ser apenas
uno de sus elementos; y aún si no lo fuere, al cotejar las
posibles opciones para combatir una enfermedad cualquiera hay que
tomar en consideración las dosis requeridas. La unidad del
fármaco A puede ser más barata, pero la del B requerir
menos aplicaciones. Igualmente resulta erróneo realizar
comparaciones internacionales de precios expresándolos en
dólares ajustados por tipo de cambio. En realidad, importan
los precios relativos; no los absolutos: cuánto cuestan
las medicinas básicas como proporción del ingreso
medio de la población, al margen del número de unidades
monetarias correspondientes.
Cierto es que el acceso creciente de la población a medicamentos
de buena calidad a precios asequibles es un propósito central
de la política de salubridad publica, y que los objetivos
de ésta acotan y subordinan los del comercio internacional.
Sin embargo, debe señalarse que tutelar la propiedad intelectual
es compatible con ese propósito como lo prueba la experiencia
en muchos países. Y que en la ampliación de la cobertura
tiene un peso preponderante la tasa de crecimiento de la economía
dada la correlación que tiene con el empleo formal, variables
ambas que previsiblemente tendrán un mejor desempeño
como consecuencia de una mayor integración con el exterior.
Así mismo, si la masa de aportantes al sistema contributivo
de salud por la misma razón aumenta, como también
debe ocurrir, se facilitaría expandir la canasta de medicamentos
incorporados en el plan obligatorio de salud, que es otro de los
factores cruciales de los que depende el acceso.
En un debate tan cargado de verdades incompletas y falacias hay
que recibir los argumentos “con un grano de sal”.
*Ministro de Comercio, Industria y Turismo