EL HOMICIDIO
POLÍTICO
Por Luis Carlos
Restrepo Ramírez *
En una reunión el pasado fin de semana con un grupo de
amigos con los que comparto viejas solidaridades y afinidad intelectual,
nos vimos envueltos en una curiosa polémica sobre la validez
del homicidio político, y en especial del tiranicidio. Uno
de ellos, conocido ecologista y defensor de la convivencia, afirmó de
pronto que si retrocediera en el tiempo y se viera ante el dictador
dominicano Leonidas Trujillo, no dudaría en asesinarlo.
Que justificaba lo que habían hecho quienes lo mataron y
que haría lo mismo ante Hitler o personajes parecidos.
Le repliqué diciendo que bajo ninguna circunstancia justificaba
el crimen, menos aún el asesinato con fines políticos.
Que matar era siempre una torpeza, una desgracia. Que no podíamos
caer en la coartada de justificar el derramamiento de sangre en
nombre de la convivencia. Gran parte de la problemática
del país se deriva de la forma honrosa como miembros de
los grupos armados ilegales ven sus acciones homicidas, pues consideran
que en determinadas circunstancias matar es un acto digno, transgrediendo
sin reatos de conciencia la frontera ética que nos impone
el mandamiento del no matarás.
Como sucede con las discusiones entre amigos,
quedaron en el ambiente los argumentos sin llegar a conclusiones
definitivas. Pero creo
que el asunto merece un debate a fondo, para bien la nación.
Recordemos que hasta Kant el homicidio
político era considerado
el más grave de todos los crímenes, pues se trata
de una muerte premeditada, de un uso deliberado de la violencia
para cambiar el curso de la vida social. Después de la revolución
francesa y dentro de la tradición liberal, el homicidio
con fines políticos fue visto como algo honroso. Ideologías
totalitarias como el marxismo y el fascismo llegaron en el siglo
XX al paroxismo homicida, predicando la violencia de manera abierta
y enlutando la faz de la tierra con horrendos genocidios.
Hasta 1997 el crimen político estaba justificado en Colombia
por el código penal. En una sentencia histórica,
la Corte Constitucional declaró inválido ese atavismo,
en el mismo momento en que se imponía en el mundo la condena
unánime al uso de la violencia como instrumento político.
Hoy, quienes usan la violencia con fines religiosos, étnicos
o ideológicos, son llamados terroristas.
Después de la toma del Palacio de Justicia por el M-19
desarrollé una reflexión consignada en mi libro “Más
allá del terror” (Aguilar, 2002, p 86 s), donde señalé que
aquel que está dispuesto a morir por una idea es un homicida
en potencia, convirtiéndose en un peligro social. Bajo ninguna
circunstancia podemos justificar que se mate en nombre de la libertad
o la justicia. Tampoco que los ciudadanos se amparen en el derecho
a la autodefensa para tomar las armas y hacer justicia por su propia
mano. Como sustentó el entonces gobernador Álvaro
Uribe en su intervención ante la Corte Constitucional, con
ocasión del debate sobre las “Convivir”, en
un Estado de Derecho los ciudadanos no pueden argumentar el derecho
a la autodefensa, pues lo que impone es la solidaridad con la Fuerza
Pública y las autoridades legítimas.
Por eso repito lo que dije a mi amigo cuando
me preguntó que
haría si tuviera a Hitler enfrente con la posibilidad de
matarlo. Le respondí que así fuera una amenaza para
mi vida, intentaría relacionarme con él respetando
su singularidad. Pero, que si por alguna circunstancia terminaba
yo como homicida, de un tirano o de cualquier otro ciudadano, jamás
reivindicaría con orgullo ético mi acción.
Que lo consideraría un equívoco, producto de mi determinismo
y no de mi libertad. Practicar la violencia no es ninguna virtud.
Si alguien se ve obligado, como el animal acorralado, a recurrir
a ella, no tiene porque sentir orgullo de haberlo hecho, sino dolor
y pesadumbre moral.
Como lo dejé consignado hace algunos años en uno
de mis textos: “Es hora de declararnos en emergencia moral,
para reinsertar en nuestras relaciones cotidianas el límite
del no matarás” (“El derecho a la paz”,
Arango Editores, 2001, p 141). Una democracia pluralista no puede
sustentarse en la violencia. Basta ya de seguir considerando honroso
el homicidio político, como tampoco lo puede ser el terrorismo
de Estado. Todo el honor al ciudadano desarmado que sólo
confía en la fuerza de su palabra, para que nunca más
en la historia pueda el homicidio presentarse como fundador de
convivencia.
*Alto Comisionado para la Paz
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