EXEQUIAS
DEL EX PRESIDENTE JULIO CÉSAR TURBAY AYALA
Septiembre 14 de 2005 (Bogotá – Cundinamarca)
Compatriotas:
Hoy concurren a esta Catedral corazones
de colombianos al mismo tiempo adoloridos que alegres.
Adoloridos por su partida
y alegres por los gratos recuerdos de su existencia y el
ejemplo que lega. Todavía, sin que sus cenizas hayan
regresado a la tierra que tanto amó, Julio Cesar Turbay
Ayala, nos entrega en este funeral el precioso legado de
su vida, esculpida en disciplina, dignidad y decoro, firmeza
y humildad, solidaridad, claridad y amor, en fin, en un sentido
superior de Patria.
Su consagración y disciplina lo condujeron desde
la alcaldía de Girardot, el Concejo de Engativá,
pasando por ministerios y el Congreso, la Cancillería
y embajadas, hasta la Presidencia de la República.
Sintió que nada merecía y con esfuerzo consiguió todo.
De los suyos reivindicaba atributos, nunca pergaminos. Su
padre, el inmigrante cristiano del Medio Oriente, fue su
ejemplo de labor. Su madre, “la virtuosa mujer de la
provincia cundinamarquesa”, fue su fuente de transparencia.
No tuvo ni buscó más peldaños para su
vertiginoso ascenso que la rigurosa alternación del
estudio y el trabajo.
Cada misión que le fue confiada la realizó con
esmero. No improvisaba. Su serenidad era el marco mental
para hacerlo todo bien. Ajeno a la ostentación, era
perfeccionista sin notoriedad y sin interés de parecerlo.
Era intenso sin perder la calma.
El triunfo, la constante de su vida,
jamás alteró la
sobriedad. Padeció en dignidad la dificultad y el
dolor. Lloró en su interior la aflicción de
padre y la enmarcó dentro de los linderos, que con
severidad se impuso, en virtud del concepto que practicaba
sobre las instituciones y los deberes superiores del Estado.
Julio Cesar Turbay Ayala fue jefe
político magistral.
Imponía disciplina por la claridad de sus ideas y
la gentileza de sus maneras. Se sentía obligado a
impulsar a sus seguidores, con quienes nunca confrontó como
competidores. No ejerció jefatura en función
de sus propios intereses. Su dirección política
ascendía a medida que abría más puertas
a los mejores, desconocidos y desapadrinados. Su mayor congruencia
democrática se constituyó entre la convicción
y la práctica de inducir y facilitar el ascenso de
sectores medios y populares.
No reclamó su turno, la historia lo definió cuando
ya había contribuido con eficacia a la elección
de 7 presidentes de Colombia. Su arma secreta era la persuasión,
y en aparente contradicción con su delicado concepto
de las relaciones humanas, era inmune a las presiones. Por
coacción nada entregó y nada pretendió.
Así labró un camino no superado de amistades
y lealtades que se declaraban sin esfuerzo al sólo
conocerlo, o se convertían, cuando el primer contacto
disipaba injustificadas prevenciones, nacidas del pecado
capital de protagonistas de su época, que en vano
trataban de frenar el avance incontenible de su trayectoria.
Fue un servidor público, no un hombre de negocios
públicos. Repudiaba que se mezclara lo uno con lo
otro. Hablaba con humilde vanidad del decoro de su pobreza.
Era un ser de sólida firmeza que se expresaba con
paciencia y sin intemperancias. Nunca reaccionó al
impulso de las primeras impresiones.
Su sentido de autoridad y de orden
público tenía
como exclusiva motivación el afán para que
sus compatriotas disfrutaran paz y tranquilidad.
Cuando le correspondía proceder con firmeza, lo hacía
en solidaridad con el bienestar de los colombianos, y también,
por solidaridad con ellos, extendía generosidad sin
límites en el momento oportuno. Intercaló la
autoridad severa frente a los violentos con la generosa exploración
de la paz en su gobierno, o el apoyo dado a otros presidentes
en situaciones similares.
Su diálogo fue sencillo, sin pausas, sin ficciones
ni insultos. Al oírlo, aportaba tanta claridad, que
lo denso o aún confuso, se tornaba elemental. Transmitía
lógica sin pretensiones y franqueza sin maltratos.
Con la sinceridad de sus argumentos reclamaba la razón
y con la sinceridad de su actitud también la concedía.
Construir consensos era su vocación. Descartaba posiciones
dogmáticas y las sustituía por intereses legítimos
y aspiraciones positivas, que se esforzaba para que quedaran
debidamente satisfechos en los acuerdos, los muchos acuerdos
que a lo largo de su existencia se pactaron y cumplieron.
Todo era confianza, en la relación con él,
en su larga carrera política. Desde el primer asomo
en los menesteres públicos, fue depositario de la
confianza de quienes en la época eran los conductores
de la Nación. La confianza marcó la interlocución
con sus contemporáneos y con quienes venían
detrás. En diferentes momentos esa confianza se gestó por
su prematura madurez, después por su buen juicio y
finalmente por su desprendimiento en el don de aconsejar.
Vivió ajeno al odio y en su febril actividad pública
no produjo motivos para odiarlo. Su intuición y talento
supieron marcar la diferencia entre la noble controversia
de las ideas y la agresión personal. Qué orgullo
para su recuerdo: tanta y tan difícil actividad política
sin propinar agresiones y con infinita capacidad de asimilarlas
sin resentimientos.
La vida y obra de Julio Cesar Turbay
Ayala se explica en una palabra: amor. Ese grandioso amor
por su Patria donde
cupo todo, por supuesto su familia, y hasta sus propios huesos,
que trató sin mayores consideraciones, y que desde
el Cielo, hoy mira feliz, que regresen a su suelo amado de
Colombia.
Su familia continuará rodeándolo del amor
que de él recibió. Sus compatriotas lo recordaremos
con profunda gratitud. Muchos miraremos su ejemplo para intentar
controlar nuestras flaquezas y debilidades y servir mejor
a Colombia”.
El sentimiento que une los
corazones acongojados en esta Catedral, que embarga a los
colombianos
de todas las regiones
que amó sin discriminación, la tristeza que
atribula el alma desde la hora de su deceso, indican que
Julio Cesar Turbay Ayala hizo de su calidad humana y patriótica
la mayor sabiduría. Que desde el Cielo proteja a Colombia
para que las nuevas generaciones puedan vivir felices, en
esta, la tierra de sus amores.