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MENSAJE CON OCASIÓN DE LOS 120 AÑOS DEL ESPECTADOR
Marzo 22 de 2007 (Bogotá – Cundinamarca)

Compatriotas:

Vale la pena reflexionar hoy sobre el momento fundacional de El Espectador. El liberalismo y el conservatismo vivían tiempos de dispersión y oscuridad. Núñez, convencido de que la anarquía había sumido al país en el caos, orientaba un viraje, un cambio de rumbo. A finales de 1885 se reunió en Bogotá el Consejo Nacional de Delegatarios, que expidió la Constitución de 1886.

El Espectador nació en 1887, como respuesta democrática a una difícil situación de tensión política. En lugar de ocultar la cabeza en la tierra, don Fidel Cano respondió a la pérdida del poder con la fundación de un potente medio de comunicación. En lugar del desespero inmediatista, acorde con su ideario liberal, intelectuales como don Fidel decidieron incorporar a Colombia en las grandes corrientes del pensamiento universal.

En 1887, Colombia tenía una constelación de grandes hombres, capaces de trabajar con ese criterio. Algunas de las páginas más brillantes del periodismo se escribieron por aquellos días. Para muestra, don Fidel Cano publicó en 1888 una frase perenne, escrita para los colombianos de todas las épocas:

La injusticia consuetudinaria, el hábito de mentir y la profesión de calumniar son cosas muy distintas de los pasajeros errores del sentimiento o del criterio (…) Justicia y verdad han de ser como deidades para quien sinceramente se consagra a la defensa de una causa política.


Colombia necesita más democracia, no menos democracia. Más debate creador, menos odio personal. Más deliberación constructiva, menos inquina. La democracia, el más grande invento de la humanidad, la más brillante solución para lograr paz y convivencia entre los hombres.

Lamentable defecto es mantener en el análisis histórico el mismo grado de confrontación, beligerancia e intolerancia, existentes en el momento en el cual se produjeron ciertos hechos. Nuestra historia requiere ser estudiada con mente positiva; hay que reconciliar en el presente ciertos legados que pudieren provenir de actores antagónicos del pasado. En lugar de mirar la fundación de El Espectador como un acto de confrontación liberal-conservadora, como una continuación de la batalla de La Humareda, bien podría mirarse, también, como un hecho positivo que apuntaba a una necesaria rectificación frente a anteriores excesos.

Comparto con el fundador de El Espectador su fe en el ideario liberal heredado del General Santander, su convicción en el valor de la libertad y en el imperio de la ley como instrumento para garantizarla. Pero me parece natural entender ese ideario, reconciliado con los reclamos de orden preconizados por El Libertador.

Se debe reconocer que El Espectador es hijo de una de las etapas más prósperas, intelectualmente productivas, y más pacíficas de Colombia, lamentablemente interrumpida por la nefanda noche de la guerra civil.

Era un momento que respondía a la doctrina que Núñez llamó La Paz Científica, una política que se había propuesto salvar a la comunidad siguiendo los consejos de una lógica severa y fecunda.

Colombia tiene que conocerse más. Porque, mientras más se conozca, más se amará a sí misma. Más entenderá que las obras del progreso son hijas de la seguridad y del buen gobierno de la economía. En los años ochenta del siglo XIX, el pueblo de Colombia dio un profundo viraje político, que condujo a las más grandes transformaciones constitucionales y de la política económica.

Hasta 1881, la seguridad, fin esencial para el cual se constituyeron los gobiernos, era un bien perdido. Había libertinaje económico, se descreía del papel del Estado en la búsqueda del bienestar o de su derecho a regular asuntos cruciales. El federalismo había llegado a extremos tales que, en sus relaciones, Cundinamarca y Antioquia, por ejemplo, parecían dos países distintos y enemigos y no dos porciones fraternas de una misma patria. No había soberanía monetaria; en fin, se había perdido el elemento coloidal de cualquier sociedad: la confianza.

Con las nuevas instituciones, en cambio, comenzaron a aparecer en las tiendas letreros como este: la tertulia me perjudica. No es una simple anécdota. Es el reflejo del renacimiento económico, entusiasmo empresarial, nueva cultura de trabajo, disciplina, que nacieron con la nueva Constitución. La Nación comenzó a recomponerse. Bogotá, que mientras rigió la Constitución de 1863, fue la “Capital” de nada, la reina de burlas de los Estados, volvió a ser, con la Regeneración la capital de Colombia. Eso explica la migración calificada de santandereanos, antioqueños, boyacenses, de gentes de todas las regiones, que llegaron a disfrutar y participar en el nuevo ambiente de progreso que se respiraba en Bogotá.

La política rige sobre la vida social. Los cambios progresistas de la Constitución de 1886 lograron construir confianza, la palabra clave para esa vida en sociedad. La confianza que se impuso fue la madre de los grandes avances.

Con la confianza regresaron los extranjeros; se fundaron hoteles, restaurantes, teatros, se construyó el acueducto con tubos de hierro y se recogieron las aguas negras; se concesionó el teléfono, se tendió la electricidad y, sobre todo, se inició una fiebre por construir nuevas vías de comunicación, principalmente de ferrocarriles. Contra la absurda creencia de que Colombia no podía ser patria de las industrias, el gobierno apoyó las nuevas fábricas de fundición y, con ello, garantizó que se tendieran rieles. Además, y para salir del feudalismo económico, fundó el Banco Nacional y le confirió el monopolio de la expedición de papel moneda.

Fue un salto hacia la modernidad. Hubo un nuevo espíritu asociativo que dio vida a las sociedades de San Vicente de Paúl, la Junta de Aseo y Ornato, la Junta de Comercio, la Junta General de Beneficencia y la Junta de Higiene.

Algunos se preguntarán, al leer la edición facsimilar del primer número de El Espectador, si el Rafael Uribe Uribe que aparece anunciando el libro Diccionario Abreviado de galicismos, provincialismos y correcciones de lenguaje, es el mismo general de la Guerra de los Mil Días, aquel que inspiró en García Márquez al personaje central de Cien Años de Soledad, el general Aureliano Buendía.

Fidel Cano y Rafael Uribe Uribe fueron hermanos a los que unieron las ideas y los sentimientos de lealtad y solidaridad. Algún día se escribirá la novela sobre los tiempos anteriores a los de Cien Años de Soledad, sobre esa pléyade de seres monumentales que habitaban la Medellín de 1887 y que concurrieron directa o indirectamente a la fundación de El Espectador.

Representaban una humanidad digna de protagonizar obras épicas. No importaban sus creencias, su ideología o su riqueza, todos ellos pasaron por el mundo dando ejemplo de grandeza.

Estaba Marceliano Vélez, el gobernador, que autorizó al prisionero de guerra, Fidel Cano, salir de la cárcel para visitar a su esposa enferma y quien, al preguntarle la guardia sobre las seguridades a tomar para que no huyera, respondió: Ninguna, el mejor guardián de don Fidel es su palabra de honor.

Estaba Carlos E. Restrepo, quien desde la orilla de El Correo de Antioquia y de la militancia conservadora practicaba a diario la consigna de Voltaire, de ser capaz de dar la vida por el derecho del otro a expresar sus ideas. Estaba el Indio Uribe, la mejor pluma de su generación, contestataria; Marco Fidel Suárez, el presidente sabio; Tomás Carrasquilla, el primer gran novelista de Colombia y Rafael Uribe Uribe, el amigo de don Fidel.

En 1888, cuando el gobierno cerró por seis meses el periódico, Uribe tomó sus riendas con el solo propósito de ir, él también, a la cárcel para acompañarlo en su cautiverio.

Don Gabriel Cano dejó para la memoria histórica este relato:

El General Uribe Uribe, era, lo mismo que mi padre, uno de los jefes naturales del liberalismo en Antioquia, y la amistad personal entre ellos dos llegó a ser tan fuerte como la comunidad de ideales políticos y filosóficos. El General Uribe Uribe frecuentaba por ambos motivos nuestra casa, y mis asombrados ojos infantiles se acostumbraron a ver como a un miembro de la familia al héroe casi mitológico de tantas batallas militares y civiles. Más tarde pude comprender cómo consiguieron fraternizar y convivir tan armoniosamente un ángel de la guerra como el General Uribe Uribe y un apóstol de la paz como don Fidel Cano. Entrambos alentaban un mismo ideal liberal y un mismo sentimiento patriótico, y uno y otro buscaban, a veces por caminos distintos, propósitos idénticos: la libertad de los colombianos y la felicidad de Colombia.

Por su parte, don Luis Cano, también hijo de don Fidel, esculpió este recuerdo del General:

Aparece en mis recuerdos más distantes el general Uribe: alternativamente periodista o guerrero; siempre erguido en defensa de la libertad su diestra infatigable, y constantemente fijos en el porvenir de la República sus penetrantes ojos de águila (…) En su amplio orgullo de superhombre había tal expresión de grandeza, que lejos de afectar el conjunto de su personalidad, contribuía a realzarla. Diligente, austero, valeroso, tenaz, poseía todas las condiciones del conductor, y una que es peculiar a los temperamentos superiores en los centros de civilización más avanzada: la actividad metódica. Por eso su primera hora de reposo fue la última de su vida (…).

Al conceder la Medalla al Mérito de las Comunicaciones “Manuel Murillo Toro” a El Espectador en la celebración de sus 120 años, la imponemos en el pecho de sus directores de hoy y en el corazón de todos quienes les antecedieron.

Todos ellos guiados por aquel lema inaugural: Trabajar en bien de la patria con criterio liberal y en bien de los principios liberales con criterio patriótico. Todos ellos convencidos de que las libertades son el presupuesto para que podamos gozar de la justicia, la igualdad y la equidad.

De la familia Cano y de El Espectador, puede decirse, como se dijo de El Libertador, que fueron los hombres y el periódico de las dificultades. Las enfrentaron con arrojo y estoicismo; con fortaleza y con dignidad. No los arredraron las persecuciones políticas y religiosas; ni los incendios provocados, ni los cierres y la censura; ni los asesinatos y la destrucción terrorista. Siempre apareció ante los ojos de los colombianos el mismo rostro adusto, la intrepidez temeraria e irreductible, que sabía afrontar las penalidades que acompañan a quienes hacen de la libertad su bandera y de la justicia, la igualdad y la equidad, su programa.

Siempre respetuosos del otro, los Cano tuvieron como mandamiento aquella frase de don Fidel, escrita para corregir una información injusta: Cuando El Espectador hiere, soy yo quien hiere; y cuando se le ultraja, se me ultraja a mí.

Rindo homenaje a la memoria de don Guillermo Cano, asesinado por sicarios del narcotráfico pagados con ese dinero, estiércol del demonio. Guillermo es el símbolo de las víctimas de la tragedia colombiana. Rindo homenaje a su familia. A doña Ana María Busquets de Cano, expresión más elevada de la mujer fuerte, de la nobleza de las esposas y madres colombianas.

Don Guillermo fue fiel a sus principios. Valiente y directo contra los enemigos de la democracia, escribía pensando en el bien común, nunca en intereses personales o de grupo. Su visión de patria lo hizo grande, y su legado es parte sustancial de la historia del periodismo colombiano. Centenares de los mejores periodistas de las últimas décadas, llevan con orgullo el carisma que imprime el haber sido sus discípulos.

Hace 25 años, como alcalde de Medellín, tuve el privilegio de encabezar un homenaje para expresar la admiración y el respeto que sentíamos por la vida y obra de Guillermo Cano. Hoy reiteramos ese sentimiento por su memoria.

Saludo a don Julio Mario Santodomingo y a su familia. Ellos, en medio de la crisis producida por la salvaje persecución al periódico por el terrorismo del narcotráfico, aceptaron hacer el relevo. Sé que en el alma de don Julio Mario primó el interés por la defensa del pensamiento y de la palabra. Para él, que es un escritor extraviado en los negocios, fue un reto vital conservar para las futuras generaciones de escritores, la Casa que fuera de García Márquez, Fernando González y Baldomero Sanín; de Porfirio y Carrasquilla; de los Zalamea y los Caballero; de Rendón y de Osuna.

Y saludo al grupo de directivos, que hoy dirigidos por Gonzalo Córdoba y Fidel Cano, guían los destinos de El Espectador. Deseo para todos los escritores y trabajadores, muchos éxitos en la ardua tarea de avanzar en la construcción diaria de un medio democrático y pluralista.

Mi modesto aporte a la memoria de don Fidel y de don Guillermo Cano y al deseo de que se proyecte la huella de su pluma, es lograr para el presente y el futuro que los colombianos vivamos sin paramilitarismo, sin guerrillas y sin narcotráfico. Que todos vivamos en una Colombia fraterna y democrática, que les de felicidad a las nuevas generaciones.

Qué bueno para Colombia estos 120 años de El Espectador, qué bueno para Colombia un futuro de libertades. Felicitaciones a todos.

 
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