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Sostiene el ex presidente de Uruguay, Julio Sanguinetti

"COMUNIDAD INTERNACIONAL DEBE ESCUCHAR RECLAMO DEL GOBIERNO COLOMBIANO"

Madrid, ago 25 (CNE). El ex presidente de Uruguay, Julio Sanguinetti, afirmó que la comunidad internacional debe escuchar el reclamo del Gobierno Nacional y "ayudar de verdad, no sólo con retórica."

En un artículo de opinión publicado en El País de España, Sanguinetti manifestó que en la problemática colombiana están involucrados tanto los países latinoamericanos como los desarrollados:

"El conflicto se irá trasladando más allá de las fronteras a Venezuela, Ecuador, Perú y Brasil. Si los países desarrollados quieren luchar contra el narcotráfico, no pueden ignorar que Colombia es la fuente principal de la producción de cocaína."

El ex Presidente de Uruguay también destacó "el heroísmo del pueblo colombiano" por mantenerse fiel a la democracia y tener un Presidente que gobierna sin extralimitarse.

El siguiente es el artículo de opinión publicado por Julio Sanguinetti en El País de España el 23 de agosto de 2003.

Colombia, ¿sola o acompañada?

JULIO MARÍA SANGUINETTI

La prensa nos informa, con machacona cotidianeidad, del peaje de dolor y violencia que paga Colombia desde hace más de 30 años y que suele resumirse en una dramática cifra: alrededor de 3.000 secuestros y 30.000 homicidios por año.

El presidente colombiano, Álvaro Uribe Vargas, planteó la situación a sus colegas en la reunión cumbre del Grupo de Río realizada en mayo en Cuzco, y como resultado se emitió una declaración reclamando al secretario general de Naciones Unidas "impulsar decididamente un proceso de paz en Colombia exhortando a los movimientos guerrilleros que operan en dicho país a firmar un acuerdo de cese de hostilidades y entrar a un diálogo abierto y transparente". Se dijo, a la vez, que de no prosperar este camino se buscarán "otras alternativas de solución" para este conflicto, que "cada vez afecta más a los países vecinos de la región".

Esta declaración comienza a transitar el camino del apoyo internacional al Estado colombiano, a la democracia colombiana, para que pueda superar una situación de la que es víctima la nación toda. Naturalmente, éstas son, todavía, palabras y sólo palabras, pero la acción definitiva comienza, y no es paradójico, justamente por las palabras.

Se ha hablado muchas veces de la "guerra civil" colombiana como si aquí existiera una nación dividida en dos bandos, tal cual ocurrió en el siglo XIX, y aun en el XX, enfrentando a liberales y conservadores. La realidad actual es muy diferente, pues el conjunto de la sociedad, la inmensa mayoría de su población, viven y actúan dentro de la democracia, quieren seguir dentro de ella y por eso van a votar en cada elección pese a las amenazas de los terroristas. Ese callado heroísmo del ciudadano que ha preservado su ilusión democrática, que ha ido con esperanza a elegir sus gobiernos, ha hecho el milagro -no encuentro otra palabra mejor para calificarlo- de que Colombia no se haya deslizado hacia el autoritarismo.

No nos hallamos, entonces, ante una "guerra civil" tal cual la entendemos clásicamente. Como tampoco podemos refugiarnos en el concepto de "violencia generalizada", que pretende diluir la acción guerrillera dentro de una sociedad perdida para la tolerancia y los hábitos pacíficos. Incluso se alega que en esa estadística macabra de secuestros y homicidios la mayor parte provienen de la delincuencia común y no de la acción guerrillera. Tal apreciación choca con una realidad incuestionable, evidente diariamente, y que son los atentados y asesinatos de la guerrilla. Y con otra consecuencia tampoco discutible: si el Estado de derecho es amenazado y vastas zonas del país son difíciles de controlar para las autoridades a raíz de la acción guerrillera, es obvio que la delincuencia común tiene un ancho campo para expandirse.

Estas reflexiones nos están diciendo que el fenómeno colombiano posee una enorme complejidad que no acepta la simplificación de estereotipos que han servido para describir otras situaciones, pero que aquí resultan insuficientes. Para empezar, hay guerrillas de naturaleza diversa. Hay una paramilitar que nació a consecuencia de la subversión, que ha cometido infinitos crímenes, pero cuyo objetivo no es la sustitución de la autoridad pública. Con ella se encamina hoy un proceso dirigido a su desmovilización y que tiene serias posibilidades de éxito. Existen otros movimientos guerrilleros -el ELN, por ejemplo- que no se han negado al diálogo y que en el fondo es la resultancia de un clima revolucionario que hoy ya no posee mística alguna. El tema duro, en cambio, son las FARC, y aquí es donde las palabras deben comenzar a ajustarse a la realidad.

Las FARC son un grupo terrorista. Y así debe calificárseles. Quien usa para su acción revolucionaria el método del terror indiscriminado, la bomba dirigida a aterrorizar a la población civil, el atentado que daña un servicio público como la energía eléctrica, que asesina a mansalva no ya al militar que le combate, sino al civil que ejerce la justicia, la administración o la política, debe ser llamado por el nombre correspondiente a los medios que utiliza. En España esto es fácil de entender en cuanto se piensa en ETA y su naturaleza, pero no siempre se ha comprendido bien en otros países de Europa y en muchos sectores latinoamericanos que todavía quieren ver en esta guerrilla un movimiento revolucionario de inspiración generosa.

Las FARC, además, están financiadas por el narcotráfico y, en consecuencia, son una "narco-guerrilla". Ya nadie discute el hecho básico y, por lo tanto, no caben más los eufemismos.
Queda el argumento de la finalidad, de la inspiración romántica, de la necesidad de entender y sentarse a dialogar para buscar un camino de paz con quienes se mueven con un propósito social. Y bien: ese camino fue recorrido hasta el extremo por el presidente Andrés Pastrana, con una buena fe y disposición de ánimo que hasta le respetó a la guerrilla una zona de exclusión en que actuaba en solitario. Podrá decirse lo que se quiera sobre la política del ex presidente, pero nadie, nadie de buena fe por lo menos, podrá discutir que fue hasta el máximo de tolerancia. Por esa causa, el pueblo votó al presidente Uribe, que proponía una fuerte acción militar, y por esa causa le sigue apoyando, cuando recibe los primeros resultados, observa éxitos en la represión, disfruta de una mayor seguridad en las carreteras (otrora intransitables en vastas zonas) y ve incluso cómo más de un millar de guerrilleros se han entregado desilusionados con la vaciedad ideológica del movimiento.

El desafío está en cómo se sigue. El Gobierno colombiano prosigue su lucha. Pero reclama ayuda internacional. Y también en esto hay que ser claro: o se la brinda en serio, o la única ayuda real y efectiva seguirá siendo la tan discutible del Plan Colombia. Muchos hemos expresado reservas frente a la eficacia de ese plan, como también al riesgo de una influencia unilateral excesiva de los EE UU. Y bien: de lo que se trata entonces es de que la comunidad internacional escuche el reclamo del Gobierno colombiano y ayude de verdad, no sólo con retórica. En ese conflicto estamos envueltos todos, los latinoamericanos, porque él se irá trasladando más allá de las fronteras colombianas a Venezuela, Ecuador, Perú y Brasil; los países desarrollados, porque si quieren luchar contra el narcotráfico no pueden ignorar que Colombia es la fuente principal de la producción de cocaína. Como tampoco deberíamos ser indiferentes al heroísmo de un pueblo que se ha mantenido fiel a la democracia y todavía tiene un presidente democrático que gobierna sin extralimitarse después de una docena de atentados contra su vida, acompañado por un Vice que estuvo nueve meses secuestrado por el jefe del narcotráfico y salvó su vida de milagro.

Julio María Sanguinetti fue presidente de Uruguay. Es abogado y periodista.

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