DAR EL SALTO
Por Julian Glover
Artìculo publicado
en el diario The Guardian, Londres
16 de marzo de 2005
Traducción Juan Manuel Robledo
“Eche la piernas hacia delante, agarre el arnés
y no se suelte.” Juan fue insistente. Enganchado con un
cinturón a un delgado cable de metal, estaba parado en
una plataforma de madera sobre un barranco en el centro de Colombia
y a punto de hacer canopying.
El deporte – pasar de cumbre a cumbre aventado por una
polea a alta velocidad – es lo último en un país
que nunca para de buscar emociones. Se ve peligroso y probablemente
lo sea, pero, con un bus lleno de niños burlándose,
no hacerlo era imposible.
Así que di el salto. Segundos más tarde estaba
regocijándome en el sol, volando a altas velocidades sobre
las empinadas y verdes colinas. Sí, me sentía como
un pájaro, pero como un pájaro joven que aún
no controla su vuelo y que todavía no ha aprendido a aterrizar.
Bien abajo podía ver los cafetales llenos de granos rojos,
listos para cosechar. Arriba veía una cadena de montañas,
cubiertas de nieve, de la cordillera de los Andes, la cual parte
a Colombia de abajo hasta arriba, en un recorrido de unas mil
millas, alzándose hacia las nubes.
Pero mi atención estaba puesta en algo más inmediato:
parar. Cuando llegaba al final del cable, lo agarré con
la mano, que estaba protegida por un guante de cuero. Intentando
parar, con las ramas de los cafetales pegándome en la
cara, caí sobre el lodo volcánico rojo.
En Colombia no es necesario buscar emociones
artificiales. El peligro de estar en un país que rutinariamente figura
como uno de los más peligrosos del mundo parece suficiente – aun
cuando, con mi grupo de cuatro personas, no vimos señal
alguna de las pandillas criminales o terroristas. Cuando el vuelo
de Miami a Bogotá sale de Estados Unidos, pasa por el
oriente de Cuba y cruza la frontera, todas las advertencias de
la Oficina de Relaciones Exteriores vuelven a la memoria. “Hay
amplia presencia de paramilitares y guerrilleros en gran parte
de las áreas del país,” advierte la Oficina
de Relaciones Exteriores en su página Web. “Hay
un alto riesgo de secuestro y otros crímenes.”
Para cuando el avión desciende en la oscuridad y los
fuegos iluminan los bosques, la locura de tomar unas vacaciones
en un país donde 23 mil personas fueron asesinadas en
1989, el año de peor violencia, parece obvia.
Sin embargo, la idea de que Colombia
equivale a caos, se desvanece apenas uno llega. Aunque el índice de criminalidad sigue
siendo elevado, está disminuyendo bajo el agresivo mandato
del Presidente Uribe. Grandes porciones del país que hace
tres años eran demasiado peligrosas para visitar ahora
son seguras, por lo menos, eso dice la gente.
La mayoría de los colombianos apoyan los ataques del
Presidente a los guerrilleros y a los paramilitares, quienes
han llevado miseria a lo que debería ser una democracia
próspera, aunque los observadores internacionales estén
alarmados por las supuestas violaciones de derechos humanos.
Empecé mi recorrido en Bogotá. Grande, en expansión,
y en general moderna, no es exactamente una belleza. Pero tampoco
tiene la miseria de Lima o La Paz. Su aburguesado centro colonial,
La Candelaria, se siente como una ciudad colonial española
en Los Andes en vez de la imitación de Miami que me temía.
Una muy buena razón de esto es el Hotel de la Ópera.
Un “hotel boutique” montado alrededor de unos patios
en una casa colonial, es ejemplo de buen gusto y buen servicio
que, gracias a la devaluación del peso, tiene poca comparación.
Arriba en la azotea, el restaurante gourmet del hotel ofrece
una vista a las montañas que circundan la ciudad y a las
iglesias coloniales y rascacielos del Centro. La cena fue elegante,
con una buena botella de Rioja más barata que en Barcelona.
Hubo tiempo suficiente en Bogotá para ver la Fundación
Botero, una estupenda colección de arte moderno donada
por el artista de excelencia en Colombia, Fernando Botero. Un
salón divinamente iluminado contenía suficientes
Picassos, Mirós y Dalís para darle celos a un curador
de Manhattan. Botero pinta a los colombianos extremadamente gordos,
bailando, tomando y ocasionalmente peleando.
Sin embargo, yo no vine a Colombia a
ver las ciudades. Me monté a
un teleférico en el Centro, a la cima de una montaña
con vista a la cuidad. Ahí se encuentra Monserrate, un
altar católico que los domingos aglomera la división
social latinoamericana. Al final de un camino sombreado por eucaliptos,
familias pudientes almuerzan en restaurantes. Al otro lado, las
familias pobres de Bogotá comen mazorca en una fila de
chozas de hojalata a lo largo de un camino de barro.
Un día después salí hacia Manizales en
un vuelo de 30 minutos (o seis horas en bus), una pequeña
y próspera ciudad en el corazón de la Zona Cafetera.
Debido a los terremotos, ningún edificio parece tener
más de 50 años. Una ciudad entradora que tiene
un parecido con Sudáfrica o con zonas rurales de Australia,
llena de estudiantes, discotecas y bares de jazz.
Esta era la ciudad natal de Juan, nuestro
guía. Estaba
orgulloso de ella, inclusive de la fea catedral de concreto.
De buen físico, amistoso y con mucho ánimo, Juan,
un explorador de treinta y pico de años, tiene una pasión
por las montañas superada únicamente por su pasión
de escalarlas con equipos de última tecnología.
En una semana nos llevó a las cumbres de 5.100 metros
de altura del Parque de los Nevados, uno de los 22 espectaculares
parques nacionales de Colombia, y después abajo, al clima
trópico de la Zona Cafetera que lo rodea. En el camino
escalamos pendientes de hielo, montamos a caballo por los páramos
de los Andes, miramos colibríes, nadamos en ríos
profundos, tomamos cerveza, comimos churrasco, plátano
maduro y fríjoles y descubrimos un país que recibe
a visitantes con entusiasmo – muy lejano a su imagen de
ser un país bueno para la producción de narcóticos,
terrorismo y poco más.
“Esto es hermoso”, decía Juan cada 5 minutos – y
estaba en lo cierto. El color nacional de Colombia es el amarillo,
pero debería ser el verde: no sólo por las minas
de esmeraldas sino por las plantas que cubren a la nación
desde el Amazonas hasta los Andes. Con 55 mil especies de plantas,
un tercio de ellas únicas en Colombia, la ecología
colombiana es la segunda más diversa en el mundo. Dada
la inmensa industria de turismo interno, la pregunta no es si
explorar o no, o cómo, sino qué.
Nos concentramos en las montañas. Durante dos días
caminamos y anduvimos en carro por piedras volcánicas
y páramos, encontrándonos vastos panoramas que
parecen salidos de las tierras altas de Escocia – a excepción
de los cóndores que volaban a lo alto en busca de carroña.
Pero lo mejor de todo fueron los valles.
En un costado del Parque Nacional de los Nevados, Sorento está ubicado a la cabecera
del Valle de Corocora, con prados sombreados por las palmas de
cera, la especie de palmeras más altas del mundo, y el árbol
nacional de Colombia. Con casas de madera pintadas de colores
brillantes, cercas blancas y una obsesión local por los
caballos, Corocora es una combinación de Kentucky y el
Mundo Perdido.
El caer de la noche lo recibimos en unas
balsas de bambú.
Mientras salían las estrellas, nuestro pescador y remero
hizo como un mico y lanzó su red al río una y otra
vez. Nos clavamos y nadamos al lado de la balsa hasta que la
oscuridad no nos dejó ver. Atravesando los rápidos,
deseamos haber venido con luna llena –aunque había
suficiente luz para comernos la cena sobre una piedra, mientras
las aguas blancas nos rociaban en su recorrido y las luciérnagas
iluminaban la orilla.
“Esto es tan hermoso,” dijo Juan una vez más.
Y una vez más, estaba en lo cierto.