PALABRAS DEL NOBEL GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
EN IV CONGRESO DE LA LENGUA
Cartagena, 26 mar (SNE). Las siguientes son las palabras
pronunciadas por el Nobel colombiano de Literatura, Gabriel
García
Márquez, durante el homenaje que se le rindió durante
la apertura del IV Congreso Internacional de la Lengua Española.
“Ni en el más delirante de mis sueños, en
los días en que escribía Cien Años de Soledad,
llegué a imaginar que podría asistir a este acto
para sustentar la edición de un millón de ejemplares.
Pensar que un millón de personas pudieran leer algo escrito
en la soledad de mi cuarto, con 28 letras del alfabeto y dos
dedos como todo arsenal, parecería a todas luces una locura.
Hoy las academias de la lengua lo hacen con un gesto hacia una
novela que ha pasado ante los ojos de cincuenta veces un millón
de lectores, y hacia un artesano, insomne como yo, que no sale
de su sorpresa por todo lo que le ha sucedido.
Pero no se trata ni puede tratarse de un reconocimiento a un
escritor. Este milagro es la demostración irrefutable
de que hay una cantidad enorme de personas dispuestas a leer
historias en lengua castellana, y por lo tanto un millón
de ejemplares de Cien Años de Soledad no son un millón
de homenajes al escritor que hoy recibe, sonrojado, el primer
libro de este tiraje descomunal. Es la demostración de
que hay millones de lectores de textos en lengua castellana esperando,
hambrientos, de este alimento.
No sé a qué horas sucedió todo. Sólo
sé que desde que tenía 17 años y hasta la
mañana de hoy, no he hecho cosa distinta que levantarme
temprano todos los días, sentarme frente a un teclado,
para llenar una página en blanco o una pantalla vacía
del computador, con la única misión de escribir
una historia aún no contada por nadie, que le haga más
feliz la vida a un lector inexistente.
En mi rutina de escribir, nada he cambiado desde entonces. Nunca
he visto nada distinto que mis dos dedos índices golpeando,
una a una y a un buen ritmo, las 28 letras del alfabeto inmodificado
que he tenido ante mis ojos durante estos setenta y pico de años.
Hoy me tocó levantar la cabeza para asistir a este homenaje,
que agradezco, y no puedo hacer otra cosa que detenerme a pensar
qué es lo que me ha sucedido. Lo que veo es que el lector
inexistente de mi página en blanco, es hoy una descomunal
muchedumbre, hambrienta de lectura, de textos en lengua castellana.
Los lectores de Cien Años de Soledad son hoy una comunidad
que si viviera en un mismo pedazo de tierra, sería uno
de los veinte países más poblados del mundo.
No se trata de una afirmación jactanciosa. Al contrario,
quiero apenas mostrar que ahí está una gigantesca
cantidad de personas que han demostrado con su hábito
de lectura que tienen un alma abierta para ser llenada con mensajes
en castellano.
El desafío es para todos los escritores, todos los poetas,
narradores y educadores de nuestra lengua, para alimentar esa
sed y multiplicar esta muchedumbre, verdadera razón de
ser de nuestro oficio y, por supuesto, de nosotros mismos.
A mis 38 años y ya con cuatro libros publicados desde
mis 20 años, me senté ante la máquina de
escribir y empecé: “Muchos años después,
frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano
Buendía había de recordar aquella tarde remota
en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
No tenía la menor idea del significado ni del origen
de esa frase ni hacia dónde debía conducirme. Lo
que hoy sé es que no dejé de escribir ni un solo
día durante 18 meses, hasta que terminé el libro.
Parecerá mentira, pero uno de mis problemas más
apremiantes era el papel para la máquina de escribir.
Tenía la mala educación de creer que los errores
de mecanografía, de lenguaje o de gramática, eran
en realidad errores de creación, y cada vez que los detectaba
rompía la hoja y la tiraba al canasto de la basura para
empezar de nuevo.
Con el ritmo que había adquirido en un año de
práctica, calculé que me costaría unos seis
meses de mañanas diarias para terminar.
Esperanza Araiza, la inolvidable Pera, era una mecanógrafa
de poetas y cineastas que había pasado en limpio grandes
obras de escritores mexicanos, entre ellos “La región
más transparente”, de Carlos Fuentes; “Pedro
Páramo”, de Juan Rulfo, y varios guiones originales
de don Luis Buñuel.
Cuando le propuse que me sacara en limpio la versión
final, la novela era un borrador acribillado de remiendos, primero
en tinta negra y después en tinta roja, para evitar confusiones.
Pero eso no era nada para una mujer acostumbrada a todo en una
jaula de locos.
Pocos años después, Pera me confesó que
cuando llevaba a su casa la última versión corregida
por mí, resbaló al bajarse del autobús,
con un aguacero diluvial, y las cuartillas quedaron flotando
en el cenegal de la calle. Las recogió, empapadas y casi
ilegibles, con la ayuda de otros pasajeros, y las secó en
su casa, hoja por hoja, con una plancha de ropa.
Lo que podía ser motivo de otro libro mejor, sería
cómo sobrevivimos Mercedes y yo, con nuestros dos hijos,
durante ese tiempo en que no gané ningún centavo
por ninguna parte. Ni siquiera sé cómo hizo Mercedes
durante esos meses para que no faltara ni un día la comida
en la casa.
Habíamos resistido a la tentación de los préstamos
con interés, hasta que nos amarramos el corazón
y emprendimos nuestras primeras incursiones al Monte de Piedad.
Después de los alivios efímeros con ciertas cosas
menudas, hubo que apelar a las joyas que Mercedes había
recibido de sus familiares a través de los años.
El experto las examinó con un rigor de cirujano, pasó y
revisó con su ojo mágico los diamantes de los aretes,
las esmeraldas del collar, los rubíes de las sortijas,
y al final nos los devolvió con una larga verónica
de novillero: “Todo esto es puro vidrio”.
En los momentos de dificultades mayores, Mercedes hizo sus cuentas
astrales y le dijo a su paciente casero, sin el mínimo
temblor en la voz: “Podemos pagarle todo junto dentro de
seis meses”.
“Perdone señora –le contestó el propietario–, ¿se
da cuenta de que entonces será una suma enorme?”.
“Me doy cuenta –dijo Mercedes, impasible–,
pero entonces lo tendremos todo resuelto, esté tranquilo”.
Al buen licenciado, que era un alto funcionario del Estado y
uno de los hombres más elegantes y pacientes que habíamos
conocido, tampoco le tembló la voz para contestar: “Muy
bien, señora, con su palabra me basta”. Y sacó sus
cuentas mortales: “La espero el 7 de setiembre (sic)”.
Por fin, a principios de agosto de 1966, Mercedes y yo fuimos
a la oficina de correos de la ciudad de México, para enviar
a Buenos Aires la versión terminada de Cien Años
de Soledad, un paquete de 590 cuartillas escritas a máquina,
a doble espacio y en papel ordinario y dirigidas a Francisco
Porrúa, director literario de la editorial Suramericana.
El empleado del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus
cálculos mentales y dijo: “Son 82 pesos”.
Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que
le quedaban en la cartera, y se enfrentó a la realidad: “Sólo
tenemos 53”.
Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos
una a Buenos Aires, sin preguntar siquiera cómo íbamos
a conseguir el dinero para mandar el resto. Sólo después
caímos en la cuenta de que no habíamos mandado
la primera sino la última parte. Pero antes de que consiguiéramos
el dinero para mandarla, ya Paco Porrúa, nuestro hombre
en la editorial Suramericana, ansioso de leer la primera mitad
del libro, nos anticipó dinero para que pudiéramos
enviarla. Fue así como volvimos a nacer en nuestra vida
de hoy.
Muchas gracias”.