Julio 30

   

Llegó el tiempo del trasteo…

Llegó la hora de empacar, y como sucede siempre que de trasteos se trata, es necesario revolver las cosas, mirarlas por el derecho y por el revés, decidir qué de lo antiguo se conserva porque todavía es útil o porque, aunque gastado por el uso y el paso del tiempo, conserva la lozanía de un recuerdo grato al corazón; también hay que decidir sobre lo recién llegado, todas esas cosas que en su novedad parecen imprescindibles, que se acumulan casi sin darnos cuenta y sin importar que habitemos nuestra casa o sólo una prestada.

Me dirijo, entonces, a abrir escaparates (permítanme la licencia, es más hermosa esta palabra), alacenas (las hay aquí, ¡quién creyera!) y cajones, y comienzo el inventario… mantas coloridas me traen el olor del mar, de la sal, del sol y del desierto; pañolones que abrigan como manos grandes y generosas evocan el verde de las montañas y el frío de las sabanas; manteles bordados y “dechados” envueltos en papel celofán me invitan a acariciarlos como si de rostros surcados de arrugas de abuelas inolvidables se tratara; sombreros, hamacas y mochilas describen una historia de abrazos y de risas en el viento; encuentro la caja de cartón forrada con papel navideño, la muñequita de trapo que se llama como yo, el collar de piedras marinas y el aderezo de talla, el plato de cerámica pintado a mano y el jarrón de tienda; en los cajones tarjetas de mil formas y tamaños, algunas con dibujos de casitas, árboles, estrellas y lunas, otras sólo con palabras, y unas y otras narran, a cuál mejor, la bondad de los corazones que las forjaron… me siento bendecida, mi trasteo se ha transformado en un alegre ritual de gratitud y, como si otra vez llegara hasta mí aquella mujer en la Gloria (Cesar) que una tarde puso su mano en mi hombro al tiempo que me decía “mi cariño la saluda”, brota de mi garganta la frase como una oración: “mi cariño se despide”.

Se despide de tantos hombres, mujeres, niños y niñas que una y otra vez llegaron hasta mí, que me abrazaron, que me dieron su risa y también su penar, que compartieron conmigo su alimento, su bondad y su nobleza de seres sencillos. Empaco todas estas fibras de humanidad en la caja de mi corazón.

Me siento tan agradecida que he decidido no abrir el cuarto de atrás, ese en el que guardamos el objeto que se rompió, el mantel manchado, el zapato que hay que remontar y la cartera que hay que teñir, el cuadro que corroe la humedad y el mueble conquistado por la polilla, el aparato que de pronto dejó de funcionar y que necesita el repuesto que quizá nunca compremos… tantas cosas que acumulamos y que en su  deformidad se parecen a las palabras dichas por lo bajo, a las cicatrices que deja la malquerencia, al rencor que obnubila el recuerdo e impide la compasión, al gesto que agrede y al enojo que juzga. Nada de esto, ahora lo sé con certeza, me será necesario, y su recuerdo no tendrá más valor que el de esas historias antiguas de las que no hablamos pues hemos olvidado su significado.

El trasteo está listo y sólo me queda esperar el camión.

Mientras espero esculco distraídamente en mi bolso y encuentro el recuerdo de Pacho Cruz. Está lleno de palabras de gratitud por la visita que alguna vez  hice. Rememoro el brillo de su piel tostada por el sol y la serenidad de sus  ojos, y digo una y mil veces más: a sus órdenes Pacho, ha sido para mí un placer encontrarlo a usted y a tantos y tantas que son como usted, esos encuentros llenan de riqueza mi vida y colman de sentido estos años en los que fungí de primera dama.

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