Mucho que ver: Colombia
 

Isabel Barahona, Abril 2007. Una escapada al Caribe colombiano de Santa Marta sirve para desconectar del mundo e integrarse en su bosque tropical, sus noches de ‘rumba’ y sus pueblos marineros. En absoluto contraste, Bogotá sorprende con su ritmo frenético de capital que inicia una imparable vocación turística.

Desde el avión que lleva de Bogotá al Caribe colombiano se divisan verdes cafetales y las estribaciones montañosas de la Sierra de Santa Marta, el macizo de nieves perpetuas junto al mar más alto del planeta.

Al otro lado de estos escarpados picos, nos espera Santa Marta y también Fidel, el director de turismo de esta región emergente. Hay mucho que ver en su ciudad, pero lo haremos al ritmo del Caribe: sin prisas ni estrés. Comienza así un periplo en el que paisajes naturales. Cuenta la historia que Santa Marta es la ciudad más antigua de Sudamérica, fundada en 1530 por el español Rodrigo de Bastidas, y en su casco viejo perviven restos de su pasado colonial, apreciable en los edificios de colores pastel con balcones de madera o en las centenarias iglesias de estilo español. Su patrimonio arquitectónico se combina, por otro lado, con un incipiente turismo, pues esta ciudad –capital del distrito del Magdalena– se ha convertido en el destino de moda colombiano gracias a sus infraestructuras hoteleras, sus playas y su bulliciosa vida nocturna, con locales chic de decoración vanguardista y colonial. La mayoría se encuentran en el barrio del Rodadero, destacando la discoteca La Escollera, rodeada por la bahía de Santa Marta, en la que se ‘rumbea’ hasta la madrugada.

En este lugar se rodaron algunas escenas de la película La Misión. Otra zona interesante para noctámbulos es el casco histórico de Santa Marta, donde se aglutinan los locales para tomar un cóctel o comer marisco (Donde Chucho), mientras que para bailar en un ambiente divertido y con estilo, lo mejor es el Club La Antigua. Pero antes de dejarse caer la zona de rumba, hay que aprovechar el atardecer para pasear por el Camellón de la Bahía –paseo marítimo–, repleto de vendedores de pinchos morunos, arepas o artesanías. Precisamente la artesanía es uno de los recursos turísticos de Santa Marta, donde aún perviven varios descendientes de los an tiguos pobladores, los kogui. Precisamente uno de ellos, Bankua, nos acompaña durante nuestras visitas, tanto al Museo de la Casa de la Aduana como a la tienda Juan Valdés. La siguiente parada nos llevará a las afueras de la ciudad y para ello, subimos a una chiva (autobús descubierto con asientos de madera y vivos colores) en la que suena a todo volumen música guajira, especialmente canciones de su representante más famoso: Carlos Vives.

A la caída de la tarde llegamos al siguiente destino; la Quinta de San Pedro Alejandrino, monumento nacional y de orgullo patrio pues en ella murió Simón Bolívar. Los grandes jardines, la gigantesca escultura de Bolívar y, sobre todo, la conservación tanto de la disposición de las habitaciones como de los muebles permiten al visitante hacerse una idea clara de los últimos días del libertador.

Hacia la Ciudad Perdida
El interior de la serranía de Santa Marta está poblado de vestigios de sus antiguos pobladores, la tribu indígena de los kogui. Uno de los lugares más sagrados, descubierto en los años 60 de manera casual, es Ciudad Perdida, donde, bajo el tupido manto selvático, aún pueden observarse los restos arqueológicos de una villa milenaria. Acceder a este recóndito espacio sólo es posible mediante una larga caminata de tres días de duración, en la que hay que acampar en el interior del bosque. La recompensa es evidente: penetrar en un lugar mágico, solitario e inaccesible, en el que la paz solamente es turbada por los escasos viajeros que se atreven a recorrer la selva en la búsqueda de Ciudad Perdida.

En la actualidad se realiza esta excursión de manera guiada mediante agencias como Turcol Turismo Colombiano. La actividad consiste en una travesía de seis días de duración en total y se incluyen transportes, alojamiento en hamaca con mosquitero, alimentación y servicio de guía. También organizan visitas al parque
de Tayrona, al Cabo de la Vela con alojamiento en posadas turísticas. Además, quien desee acercarse a la cultura indígena pero sin necesidad del recorrido de tres días, puede visitar la antigua villa de Pueblito.


Arepas y perros
La cocina samaria, basada en el maíz, puede degustarse a cualquier hora en puestos callejeros, donde ofrecen arepas (bollos) a la parrilla y envueltas en hojas. Y no podemos dejar pasar la ocasión  de probar otra especialidad en uno de los locales favoritos de los samarios. Se trata de un puesto de ambiente caribeño y nombre algo arriesgado, El Vómito, en el que sirven ‘perros calientes salvajes’. Es decir, un perrito caliente de tamaño gigante acompañado de cebolla, queso, piña, mayonesa, ketchup… sólo apto para estómagos poco delicados.

Por el contrario, para cenar en un marco algo más romántico, lo mejor es acercarse a Taganga, pueblecito marinero de casitas blancas asomadas a la ladera de las montañas. Allí se ubica La Ballena Azul, un hotel idílico y minimalista que invita al descanso. Su restaurante, una terraza al borde del mar, sirve especialidades típicas como el patacón (plátano seco y frito) con salsas o productos del mar, en especial camarones y pargos.

El Pozo Azul. En las afueras de Santa Marta, cerca del pueblo de Minca, que cuenta con una pequeña producción de delicioso café orgánico y es, asimismo el mayor exportador de Colombia de flores exóticas, se accede a un lugar recóndito de gran significado religioso para los antiguos samarios. Se trata de Pozo Azul, una cascada de agua escondida tras la vegetación que antaño fue un lugar de purificación ritual. Merece la pena dejarse llevar por el fluir del agua en este reducto de paz.
                                                                                                      
Pero Santa Marta aún guarda un tesoro más: el parque nacional Tayrona, llamado así en homenaje a la antigua cultura de la que descienden los actuales samarios. Se trata de un vasto espacio natural de 85 kilómetros de costa de arrecifes entre las aguas del Caribe y las faldas de la Sierra Nevada. Una caminata de un par de horas llevará al viajero desde la profundidad del bosque tropical hasta las distintas playas, algunas de ellas casi desiertas.

 

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